A tumba abierta.

A tumba abierta

ELENA VOZMEDIANO

 

Usamos la expresión “a tumba abierta” para referirnos a una acción que se lleva a cabo despreciando, en sentido real o figurado, un positivo peligro de muerte. Pero la apertura de una sepultura — y exhumación de quienes pagaron cara una valentía quizá desmedida—, hecho que Carlos Suárez recrea en su proyecto para el Museo Barjola, constituye en el ámbito de la cultura visual una imagen poderosísima, que tiene hondas resonancias antropológicas y arqueológicas y se asocia a diversas manifestaciones artísticas que alcanzan la creación actual.

Cada cultura ha tenido en el transcurso de la Historia sus costumbres funerarias, todas ellas gobernadas por un orden y unas pautas que son extremadamente importantes para la articulación social. El entierro de los muertos es uno de los indicadores definitorios de la hominización, y el cuidado, el recuerdo de los fallecidos son deberes/necesidades que van más allá de las creencias religiosas. Los muertos, afirmó Robert Hertz, tienen dos vidas: una en la naturaleza, como cadáveres, otra en la cultura. Son seres sociales, que necesitan que se les facilite el tránsito hacia otra esfera de existencia y hacia la memoria. Los ritos funerarios cumplen con esa exigencia y la alteración del orden establecido produce serios trastornos anímicos, personales y colectivos. Tratar un cuerpo como mera materia orgánica, o peor aún, profanarlo, es borrarlo del ámbito de la cultura y de la comunidad humana, es negar su humanidad.

Por regla general, los muertos no deben abandonar sus sepulturas. En la tradición cristiana, hasta el día del Juicio Final, cuando se levantarán en dirección al Este para ponerse de pie ante Dios y conocer su destino eterno. Sin embargo, y exceptuando los rituales —en otras culturas— que requieren la exhumación para completar las atenciones post-mortem a los cadáveres, las tumbas se han abierto con cierta frecuencia y por diferentes causas. Algunas son sobrenaturales —resurrecciones de personas sagradas, resucitaciones milagrosas, vampirismo y muertos vivientes— pero otras son bien prosaicas. En la Baja Edad Media, el crecimiento de la población en las ciudades empezó a poner a prueba la capacidad de los recintos funerarios y se hizo común la desocupación de las tumbas más antiguas para hacer lugar a nuevos ocupantes, más cuando la peste y otras plagas dejaron sentir su azote. A veces se han movido cementerios enteros: en el siglo XVIII, la preocupación por la higiene pública hizo que se trasladasen a las afueras de las poblaciones y, todavía hoy, los diseños urbanos y los intereses inmobiliarios han motivado el desplazamiento de cientos o miles de cuerpos. Más incrustadas en la imaginación popular, atraída por lo morboso, están las exhumaciones ligadas a investigaciones policiales o a la búsqueda de personajes afamados, y las que tienen intenciones deshonestas —necrofilia— o ilícitas, como el robo de cadáveres para la disección médica.

Algunas exhumaciones son verdaderamente célebres y tienen un gran significado histórico. Recordemos la de Inés de Castro —que podría ser solo una leyenda—, que en el siglo XIV fue sentada en el trono de Portugal tras pasar un tiempo en el sepulcro; a Cristóbal Colón, cuyo cadáver fue trasladado desde Valladolid a Sevilla y después navegó hasta La Española para ser enterrado en la catedral de Santo Domingo… regresando supuestamente a Sevilla, vía Cuba, a finales del XIX; a Oliver Cromwell, desalojado de Westminster Abbey para ser, aun sin vida, ejecutado, tras lo cual se arrojó su cuerpo a una fosa común y se expuso su cabeza durante décadas en una pica; a Abraham Lincoln, cuyos restos quisieron ser secuestrados en 1876 por un falsificador de Chicago para pedir un rescate y la liberación de su socio de prisión, motivo que llevó a las autoridades a trasladar al presidente varias veces hasta que fue enterrado en una caja de acero bajo diez pies de cemento; a Evita, a quien los derrocadores de Perón arrastraron por de escondites inverosímiles para evitar el culto del pueblo y que fue enterrada en 1957 con el nombre de Maria Maggi en Milán, desde donde vino a Madrid para volver a Buenos Aires en 1974; a Simón Bolívar, que habiendo viajado de Santa Marta (Colombia) a Caracas en 1830, fue sometido a las manipulaciones de Hugo Chávez para demostrar que había sido envenenado, en una exhumación que todo el país siguió por televisión; o a Rudolf Hess, lugarteniente de Hitler, desenterrado en el cementerio de Wunsiedel e incinerado —sus cenizas fueron esparcidas al viento— en 2011 para acabar con la peregrinación neonazi a su tumba.

A pesar de que tienen poca relación con el presente trabajo de Carlos Suárez, me parece oportuno mencionar aquellas prácticas exhumatorias y estos casos, pues todos ellos configuran un imaginario de la tumba abierta que interviene, aunque sea de manera impensada, en la lectura de la obra. Y, además, nos demuestran que los cadáveres pueden tener una vitalidad sorprendente, en su valor simbólico/ideológico/emocional, para las sociedades. La cremación de Rudolf Hess es particularmente interesante para la interpretación de Cita con la historia, pues pone de relieve, por contraste, la desigualdad en el tratamiento de los restos de víctimas y verdugos en nuestro país, donde, mientras quedan miles de fosas sin excavar, ocupadas por asesinados sin nombre, el dictador sigue recibiendo honores en el Valle de los Caídos —­si bien ya se ha demandado legalmente su exhumación— y donde existe una fundación que reivindica su figura.

Hay un tipo de exhumación que sí tiene la mayor relevancia para el fondo y para la forma del proyecto de Carlos Suárez: la que se produce como resultado de la excavación arqueológica. En su evolución histórica, desde el pillaje de objetos valiosos a la investigación científica, la acción primera y necesaria en la revelación de los vestigios materiales del pasado es la del desenterramiento. Y, como es sabido, la ubicación precisa de cada pieza proporcionará información relevante sobre su datación, su uso, su significación… Por lo que el sistema de cuadrículas, imitado por el artista en esta instalación, es fundamental. Hay otro factor que afecta a la comprensión de la obra, relacionado con entierros y exhumaciones: el espacio en el que toma forma es una capilla barroca, lugar de culto cristiano y, aunque no creo que sea éste el caso, pues no se menciona un uso funerario en los estudios de la capilla de los Jove Huergo, el subsuelo de muchas iglesias antiguas estuvo repleto de restos humanos hasta que Carlos III prohibió esta costumbre —con discreto éxito— en 1787, poco después de mandar construir el primer cementerio civil de España, el del Real Sitio de La Granja de San Ildefonso. La Capilla de la Trinidad en el Museo Barjola se transforma así, a través de la intervención del artista, en un yacimiento que no solo trae a la memoria a las víctimas del franquismo desenterradas en el cementerio de Bañugues y otras localidades de la región sino que también alude a un proceso histórico muy anterior. No se puede obviar, por otra parte, el papel del clero católico en la instauración y el sostenimiento del régimen franquista; al trasladar la fosa a la capilla, se obliga figuradamente a la Iglesia a mirar de frente lo que no quiso ver, o lo que encubrió. Una de las razones que esgrimían quienes defendían los enterramientos en los templos, frente a los “higienistas”, era que la vista de las tumbas constituía una herramienta de educación moral. Pues bien, algo similar puede decirse de esta fosa recreada por Carlos Suárez, que compensa su escasa profundidad real —que los sonidos de la excavación, incesantes, nos hacen olvidar— con un insondable fondo metafórico.

Creo que una de las claves de este proyecto reside en cómo es atravesado por complejas pulsiones escópicas, también en sentido negativo, de ocultación. En nuestros días tendemos a esconder todo lo relacionado con la muerte, empezando por los cadáveres. Pero no siempre ha sido así y no en todas partes es así, y hay facetas de esta visualización de lo funerario que tienen mucho que ver con el arte. Muchos cementerios propician una experiencia estética, tanto por la concentración de esculturas y mausoleos como por su inserción en el paisaje; todo lo relacionado con las exequias —embalsamamiento y “embellecimiento” del fallecido, carrozas o coches, ataúdes, urnas, flores, lápidas decoradas— se produce para ser mirado e incluso admirado. Los cuerpos se exponen en velatorios y capillas ardientes, y hasta pueden convertirse, como en el caso de las momias de Palermo, en atracciones turísticas. Se dejaban a la vista los ajusticiados, y no solo en tiempos remotos: los nazis impedían, en París, el entierro de los miembros de la resistencia capturados, ejecutados y abandonados en las calles. Las reliquias se exhiben, en sus correspondientes relicarios, al igual que los santos incorruptos, y los esqueletos pueden funcionar como material arquitectónico, particularmente en osarios como el de Eggenburg (Austria) o la Capilla de los huesos de Czermna (Polonia). Incluso en los museos, los cadáveres concitan la máxima atención del público: fósiles prehistóricos, momias, monstruos conservados en formol —en los Wunderkammer de los siglos XVI y XVII—, pedazos varios en museos de Medicina, cabezas reducidas por los jíbaros, cuerpos disecados en museos de Antropología… Un asunto éste, por cierto, sometido desde hace tiempo a intenso debate ético.

En el pasado hubo exhumaciones públicas de personajes históricos y algunas operaciones de este tipo han sido documentadas por extenso en fotografía y cine, como —en el contexto de la propaganda de guerra— la desocupación de las fosas comunes de los campos de concentración nazis. Pero lo habitual, hoy, es que cuando los arqueólogos y los forenses extraen restos humanos de la tierra se guarde una estricta privacidad que obedece a la exigencia de actuar con todo respeto a los fallecidos —a los que atribuimos así una capacidad de sufrir— y a sus familiares. Deben ser lo contrario a un espectáculo. Las exhumaciones se tapan y los cuerpos permanecen en manos de los científicos el tiempo justo para realizar los estudios pertinentes. Lo comprobamos, hace poco, cuando un juez ordenó la exhumación de Salvador Dalí.

En Cita con la historia, se produce, como decía, un choque de visualidades. En primer término, los cuerpos recuperados en Bañugues fueron ocultados por sus verdugos, a pesar de la oposición del mar, al que fueron arrojados antes y que los había devuelto a la orilla, sacándolos a la vista, y se les privó de esa fase de despedida y preparación para otra etapa que facilitan los ritos funerarios, con todo su componente visivo. Los años de oscuridad y ceguera terminaron con la reciente exhumación, en la que se dio una particular concentración e intensidad de miradas, como demuestra el trabajo fotográfico realizado por Carlos Suárez: a la observación activa de los científicos se une la vigilancia de una comunidad integrada por familiares, historiadores y activistas que han luchado largo tiempo para poder ser “testigos”. Para acompañar, ahora sí, a las víctimas, tratarlas con miramiento y honrarlas, a la espera de un “juicio final”, el que condenaría a los asesinos, que tal vez no tenga lugar nunca. Pero, además, se une a la de todos ellos la mirada del artista, que también atestigua, y a continuación transforma el hecho en símbolo y, a través de la instalación en la capilla, en viva experiencia sensorial y emocional en la que nosotros, los visitantes del museo, somos invitados a participar.

Suárez no es el primer artista español que presta atención a estos antiguos crímenes y a las exhumaciones, favorecidas por la Ley de Memoria Histórica de 2007 pero ya antes iniciadas. Recordemos la videoinstalación de Montserrat Soto Secreto I, de 2004, que asistió a la exhumación de su propio abuelo en la fosa común de Villamayor de los Montes, la misma que documentó fotográficamente Francesc Torres para el proyecto Oscura es la habitación donde dormimos, expuesto en 2007. Francesc Abad implicó en 2004 a una buena cantidad de agentes culturales en su completa indagación sobre el Camp de la Bota, en el que fueron fusiladas más de 1700 personas entre 1939 y 1952, y Ángel de la Rubia, en Asturias, registró todo el proceso de investigación y excavación en la fosa del Hospital Psiquiátrico de Valdediós. Jorge Barbi, en El final, aquí, localizó entre 2003 y 2007 lugares en los que se habían producido fusilamientos y reprodujo la visión del paisaje que habrían tenido las víctimas en el momento en que les fue arrebatada la vida. El trabajo más sistemático fue el desarrollado por Eloy Alonso y Clemente Bernad, que fotografiaron más de ochenta fosas comunes excavadas desde el año 2000 para el libro La memoria de la tierra, completado después, en 2001, por Bernad en Desvelados. Carlos Suárez avanza en esta línea que constituye ya un capítulo en el arte español actual, el cual se alía con historiadores y ciudadanos para ayudar a ver, para no olvidar, para exhibir lo que se quiso esconder, para abrir lo que se cerró en falso, para ser arqueólogo del crimen.