Sostennos, memoria, en el alúd

A menudo, al intentar descifrar la razón última de los giros que va describiendo la trayectoria de un artista, quienes estudiamos tal clase de cosas nos fijamos en exceso en el lenguaje formal y las técnicas y sistemas que va utilizando para darle rumbo. Como si de algún modo fuera posible asumir que tales virajes son, como los de la cometa, fruto de golpes de mano ante el capricho del viento de la época o, aún incluso, la aceptación de una ley dictada desde vaya a saber usted qué monte Sinaí.

En el caso que aquí nos ocupa, la obra de Carlos Suárez, bastante se ha insistido antes de hoy sobre las mutaciones de carácter formal con que ha ido apareciendo a lo largo de estos quince años largos de su ir cocinándose. Parece evidente que el descubrimiento de nuevos utensilios o modos de crear la imagen o el objeto plástico resulta influencia cardinal para cualquier creador visual. Como cierto es que el cambio en el trabajo artístico con distintas disciplinas se ha convertido en hecho diferencial del avilesino y que tales virajes llaman la atención en su quehacer. Pero no lo es menos que la importancia de todos ellos palidece ante el protagonismo de la posición que nos parece elemental en la trayectoria de este artista: la coagulación de los signos, de tan sutiles a menudo desapercibidos, que dan cuenta del paisaje como construcción humana y la re-elaboración de ese mismo paisaje mediante métodos diversos, como un modo de explicarse tal presencia nuestra sobre la tierra-naturaleza.

 Si repasamos cómo Suárez ha llegado hasta esta exposición del Centro Municipal de Artes y Exposiciones de Avilés No Memory  – Cities In the World, acaso veamos más claramente esa fijación por la reconstrucción del paisaje como nexo.

Empecemos haciendo caso a algunos críticos cronistas de las primeras conquistas y exploraciones en el tiempo de Suárez como Jaime Luis Martín, quien escribe que ya en la primera individual con intenciones del asturiano El arte es lo que no ves (Casa Municipal de Cultura de Castrillón, 1997) se insinuaban marinas y campiñas mediante “grandes campos de color, pigmentaciones y un contacto físico y emocional con la superficie”. (Los lugares de Carlos Suárez, texto de catálogo sobre la exposición Escenas de cine mudo, CajAstur, Mieres, 2002). Esa temprana labor pictórica de mediados de los 90, al parecer configurada en torno a un neo-expresionismo abstracto lírico, posiblemente del llamado “romántico”, ya podía ser comprendida como apoderamiento más que traducción intimista y poética de las vistas naturales.

Lo mismo ocurría con cierta suerte de informalismo de influencia sauriana que al parecer exploraba también en estampaciones y serigrafías y del que todavía hoy queda un monumental (y cinético) vestigio en la intervención que hiciera en los paneles exteriores que cubrían la sucesión de pilares de la estación de autobuses de Avilés. En El bosque encantado, nombre que dio a tal intervención en el espacio público en 1997, la noción del ahí afuera brota como un acto de destrucción/construcción humana y como un asunto ajeno al drama de las condiciones estéticas y políticas que lo hacen posible.

Pero, no conviene olvidar que a la vez, el paisaje exterior funciona como un significante espléndido con el que intentar explicar tales condiciones y su presente. Frente al vacío que tapaba la intemperie de esa estación, lo que plantea Carlos Suárez es un signo pictórico que se verá en movimiento y desde el movimiento, en las idas y venidas de la vía urbana. Un nuevo paisaje relativo (pues dependerá de la posición del observador, igual que la mosca dentro del automóvil del ejemplo de la teoría relativista de la Física), paisaje plástico-artificio que ocultará otra construcción que a su vez también construye el paisaje urbano de la ciudad. Ya en tan temprana fecha, bajo las técnicas empleadas y la clase de gesto con que se desenvuelve, en la plástica de Suárez subyace ese sentido de intervenir y recrear, reinventar el lugar físico, el espacio cultural y su carácter.

 QUIMERA DEL PAISAJE CONSTRUIDO

No fue mucho después que el artista arribó en algo que denominó primeramente Paisaje íntimo (Sala Borrón, Oviedo, 1999) y justo después, de manera más clara, Mi País (Antiguo Instituto Jovellanos, Gijón, 2000): una propuesta más depurada y contenida, casi desprovista ya de expresionismos, que iría adoptando una creciente complejidad multidisciplinar. En tan íntima residencia, a lo largo de los años Suárez mezclaría composición pictórica y tridimensionalidad escultórica, primero, y, algo más tarde, construcción arquitectónica (principalmente en su empleo de las características figuritas de las maquetas) y documentación fotográfica.

En aquellos paisajes íntimos en parafina y papel montados sobre madera redujo la gama cromática al mínimo blanco/negro en pos de panoramas de ensueño con cierto aire orientalista. Luego llegará a ese país suyo donde en un principio los pliegues de abundante óleo se pueblan de personajes tridimensionales ajenos al mismo, hasta convertir los cuadros en combinaciones de parafina y madera como hábitat para esas figurillas. Un país que finalmente acabaría teniendo la forma de una representación, una miniaturización escenográfica al modo de una casa de muñecas. Mediante instalaciones que incluían asimismo láminas de cera virgen (con ese motivo tan gráfico y descriptivo del entramado de celdillas), y añadidos metálicos con forma de mallas, estructuras, escalerillas o tubos, este artista visual plantea un lugar no idílico, con algo de claustrofóbico y a la vez desolado, donde las figuritas que allí habitan parecen esperar en la nada.

Visiones cegadas por la soledad del individuo en el absurdo de la colmena, lo absoluto del abismo y lo encallecido del hielo permanente de la existencia, sí, pero no sólo. Ese lugar, que será la segunda piel en la que vivirá su labor plástica desde 1998 y aproximadamente durante la primera década de este siglo, también supone avance con respecto a las nociones del paisaje como construcción cultural: desde las derivadas de la intervención o falta de intervención humanas, hasta las de la forma de contemplarlo, de recibirlo y de retransmitirlo de generación en generación. La elección de Suárez de una estrategia compositiva u otra en esa particular maqueta que fue su país, y los años en que fue desplegando semejante técnica mixta, podrían haber sido en realidad pruebas, tiempo de iniciación. Sí, desde el privilegio que nos facilita el mirar en retrospectiva, da la impresión de que hasta esa muestra Paraísos artificiales de la ovetense Galería Vértice de 2008, el asturiano hubiera estado haciendo precisamente eso: ensayos, maquetas, tan conseguidas y elaboradas que se llegarían a ocupar por derecho su propio lugar, pero que preparaban para lo que habría de venir.

 CARTOGRAFÍA: DEL PAÍS AL MUNDO

No hay que olvidar el papel que la fotografía va tomando a medida que, exposición a exposición, profundiza en esa segunda etapa que acabamos de describir. Paraísos artificiales, de hecho, es en realidad una muestra de fotografías tomadas a escenografías de carácter arquitectónico y construidas para representar paisajes de juguete donde lo pictórico y escultórico se mezclan. Se trata de la elaboración multidisciplinar de un paisaje inventado y simbólico, ese país de Suárez, que tiene un carácter eminentemente fotográfico. Subrayamos este punto porque desde ahí resulta menos chocante el siguiente gran salto en su obra: la fotografía de la realidad exterior. El brinco desde su país, ese paisaje ideado recreado desde la interiorización del afuera, hasta las perspectivas del mundo en su realidad tan presente y visible como desapercibida.

Así, da la impresión de que a partir de un determinado momento Carlos Suárez sale de su visión interior, de su sueño de monstruosos mundos de hielo y seres aislados, de los distópicos anti-paraísos experimentados en su laboratorio existencialista con cera, pigmento, estructuras de metal y muñecos, y de pronto comienza a fijarse en lo que se puede salvar de lo que en realidad ve, entre los restos del derrumbe. El comienzo de tal proceso podría ser situado en algún momento durante su residencia de 2008 en el Fran Maserel Centrum de Kasterlee, Bélgica, donde ya en cuatro ocasiones anteriores había trabajado becado para llevar a cabo obra gráfica. En esa quinta estancia en el prestigioso centro belga producirá algunas fotografías que acabarán componiendo la serie Tierra de Koningbos.  En ellas, tierras de labor semi abandonadas, maizales quemados, surcos y marcas de tractor disformes y de lodos estancadas, el primor de la tierra y su cultivo injuriados, son rescatados y puestos en valor sin evitar un ápice de su desolación.

Con esa serie comienza un tercer modo de reconstruir el paisaje en la obra del avilesino que ha tenido continuación hasta nuestros días. Consiste en documentar los márgenes del mundo corriente en un asalto cartográfico del paisaje presente, del paisaje como afuera de sí mismo. Como si una vez hubiera reconocido su propio país comenzara a recorrer el de los otros. Como si una vez descubiertos los pliegues de ese paisaje en el campo teórico de su estudio estuviera dispuesto para mostrarnos los existentes en el lugar común.

DE LA SORPRESA INTERIOR A LA RECONSTRUCCIÓN DEL DERRUMBE

Entre esas fotografías de las planicies belgas de Koningbos y la exposición a la que queremos llegar a parar, los proyectos de Suárez se han multiplicado, espoleados por la amplitud de esa nueva mirada externa y por la fecundidad visual del propio lugar donde vive el artista (que no es otro que el que uno encuentra a su alrededor cuando sale de esta exposición).

Desde entonces, su actividad parece un no parar con varias líneas de investigación y trabajo abiertas, siempre sobre el entorno y nuestra incidencia en el mismo. En los últimos cuatro años los diferentes proyectos se solapan deteniéndose en la arquitectura derrochada, en la escultura encontrada y, en general, en una clase de espacios exteriores que, comunes, contienen claves sobre nuestro pasado y presente y que son material de primera para cualquier artista que aspire a la contemporaneidad. El nuevo derrotero del asturiano se sitúa en franca sintonía con las triunfantes tesis sobre los “no lugares” trazadas por el antropólogo francés Marc Augé: “… por no lugar designamos dos realidades complementarias pero distintas: los espacios constituidos con relación a ciertos fines (transporte, comercio, ocio), y la relación que los individuos mantienen con esos espacios…” (Los no lugares, Gedisa Editorial, Barcelona).

Así, en Ciudad Satélite, instalación que presentara en Adriana Suárez en 2011, la arquitectura doméstica protagoniza un relato mínimo y explosivo mediante dos fotografías de aire misterioso tomadas cerca de Kasterlee donde aparecen casas solitarias, junto a una instalación de maquetas de casas hechas de madera que brotan de entre el suelo de listones de ese mismo material de la galería. Un trabajo que nos interroga sobre los límites entre interior y exterior, común e intimo, público y privado y, de paso (de forma sutil y poética) arroja luz sobre la maldición y el engaño de la burbuja inmobiliaria. En Promesas de Bucarest, el muy reciente proyecto para la galería virtual Gloria Heldmound, varias imágenes del llamado “Palacio del pueblo”, edificio presidencial del tristemente recordado Ceaucescu, aparecen en un blanco y negro de ceniza y nieve sucia tras haber sido intervenidas con textos que contienen falsas promesas populistas que el dictador rumano lanzó desde sus balcones. Mientras que en la serie aún en proyecto Ciudad de vacaciones, Suárez está trabajando sobre el fenómeno del turismo, incidiendo en la construcción de una existencia líquida y en huida siempre hacia el desarraigo y el anonimato y en la necesidad de desaparecer, ser invisible, nadie dentro del enjambre.

Más importante para contextualizar esta No Memory presente nos resulta La escultura en el olvido, serie comenzada en 2012 inédita hasta la fecha, que prosigue la línea de investigación de pioneros de la “escultura encontrada” y presentada con forma de fotografía al modo en que Bernd y Hilla Becher enseñaron que podía hacerse. Allí, la escultura comienza a entenderse desde un concepto más cercano al de “infra-leve”de Marcel Duchamp (“Lo posible es un infraleve”): aquello que es más que leve, el recuerdo casi inapreciable de presencias anteriores, de fuerzas y tensiones; las marcas de la historia sobre la piel de la geografía.

Tal serie de lo que podría llamarse “escultura documental”, iniciada hace un año y aún en proceso,  conecta meridianamente con esta nueva exposición del CMAE. Sus lazos resultan visibles en cuanto a la aplicación rotunda y desinhibida de lo fotográfico como modo de registrar y reconocer lo real, así como dentro del contexto de una instalación específica. Pero, principalmente, porque también se preocupa de una plástica que se articula como una medición de la presencia de un vestigio y donde se supera la noción tridimensional del concepto escultórico para hacer valer la documentación de ese filo (con la fotografía como medio y soporte), de esa infralevedad.

Igual que ocurre en la mencionada línea de investigación hermana La escultura en el olvido, en esta No Memory, Carlos Suárez pone de manifiesto desde el mismo título su honda preocupación por la pérdida de la memoria ante la fugacidad acelerada de la historia reciente. Aquí también, el escombro, la ruina del pasado, esos pliegues de paisaje acumulado que entre todos vamos construyendo con los restos de lo que desechamos, se ponen en contraposición a la ciudad nueva y progresivamente más aséptica como Polis. Esa criatura que cada vez existe más como un centro comercial fuera de escala, hábitat que nos supera en su híper aceleración y condición líquida, que se edifica de espaldas al lugar, al origen y al tiempo.

Frente al escombro olvidado, Suárez toma posición a favor de su recuperación mediante la memoria. Una memoria que se articula en esta instalación mediante un sistema de espejos encontrados. De modo que en los dípticos fotográficos podemos ver los pobladores de la nueva ciudad, consumidores en la ciudad sin memoria, situados de manera artificial junto a vestigios de lo que hubo justo antes, ahora denostado.

La ciudad nueva impolisada, ese mercado común en que se han acabado por convertir el progreso y la libertad, se describe como gente que parece no tener lugar, gente apresurada (“Ah! look at all the lonely people”). Tal entorno ha sido tomado en diversas urbes de pasado industrial a lo largo de la vieja Europa (Londres, Glasgow, Vigo y Avilés), a fin de subrayar el carácter epidémico y mundial del fenómeno. Como contrapunto a ello, a su lado, Suárez levanta visiones monumentales de esa ruinas industriales o arquitectónicas recientes.

Frente a lo globalizado de las vistas de la nueva urbe, esta segunda visión de la ruina activa el acto de recordar (del latín, recordari: re-de nuevo, cordis-corazón, es decir: volver a pasar por el corazón), como algo sentimental y pegado a lo local. La propuesta tiene algo de recuperar los esfuerzos, los trabajos y los días, el origen de ciudades como Avilés de corazón industrial, pegado a los sustratos minerales de la vieja tierra, al óxido y a la energía y el calor. Ruina como resistencia que ha de hacer saltar los plomos del cuadro de luces general, ante el exceso de desperdicio energético del nuevo mundo y su destrucción. Memoria de tiempos más heroicos o al menos más orgullosos y conscientes.

En No Memory, Suárez lleva todo esto un poco más allá: de modo especialmente sólido en esa parte de la exposición en que ha intervenido el propio espacio del centro de arte mediante puntales de obra que sostienen su techo y nos protegen de un hipotético derrumbe. De nuevo, como en Ciudad Satélite, el asunto de la construcción aparece citado, en un comentario acaso burlón sobre el nuevo uso que ahora puede dársele a tal clase de materiales y utensilios, hace tan sólo unos pocos años pilar (nunca mejor dicho) y señal de la prosperidad económica del país.

Pero, más allá de la sátira sobre la súbita interrupción de sueño-pesadilla del progreso acumulativo, pesa en esta parte de la obra una serena reflexión sobre la necesidad de crear sostenes, de apuntalar lo común sobre el imparable trazo (como uno de aquellas pinceladas de gesto expresionista) y el corte (como esas incisiones o surcos de algunas imágenes de paisajes rurales de la campiña belga) en que consiste lo efímero.

En un momento de alzhéimer colectivo y de futuro no visible entre el polvo de los desplomes, en un estado de ceguera por shock y de necesidad de absolutos, la exposición No Memory, con sus rotundos dípticos fotográficos y esa intervención con forma de apuntalamiento en la penumbra, nos recuerda, nos insta a volver la cabeza hacia el corazón hacia, de dónde venimos y sobre todo la misma necesidad que tenemos de basarnos en la memoria de lo real compartido, de afianzar lo que hay en común. Con ello, además de una postura se fija y revela también, la infralevedad del palimpsesto del tiempo en la estabilidad del territorio.

 (Texto del catálogo de la exposición)