Los paisajes de Carlos Suárez o como respirar una profunda melancolía

Miguel Ángel Buonarroti despreciaba a los pintores de paisajes, los consideraba unos burdos embaucadores que con cuatro sombras de árboles embelesaban a los coleccionistas menos cultivados. En Flandes, le contó a Francisco de Holanda, se pintanverduras de campos, sombras de árvores, e ríos e pontes, a que chaman paisagens”[1]. Pero a pesar de estas críticas, el paisaje no ha dejado de ganar adeptos  y  desde entonces ha recorrido un largo camino de la mano de la pintura y luego de la fotografía, para desembocar, finalmente, en formulaciones tan radicales como el Land Art, Art in Natura y EarthArt. Sin embargo a principios del siglo XX Nietzsche todavía se preguntaba “¿Desde cuando la naturaleza se deja meter en un cuadro?”, pudiendo reformulase la cuestión y plantearse ¿desde cuándo la naturaleza se deja atrapar en una fotografía?, pregunta a la que ha tratado de responder en su última obra Carlos Suárez, transitando por los paisajes agrícolas que se encuentran en las afueras de Kasterlee. Un nuevo reto en una trayectoria creativa recorrida por la permanente insatisfacción y la búsqueda de una mirada que siempre ha cuestionado convencionalismos visuales, situando sus obras en terrenos movedizos, de difícil definición, entre la pintura, la escultura, la arquitectura, la instalación y la fotografía.

 

Pero tampoco resulta extraño que el artista ensaye una mirada renovada frente al paisaje, presente como preocupación plástica desde sus comienzos, en una primera etapa con una percepción pictórica expresionista, que culminó en el proyecto “El bosque encantado” realizado en la estación de autobuses de Avilés, “relevante en tanto que muestra su intención de sacar la pintura del cuadro y repensar el soporte, algo que se convertirá en premisa recurrente en su obra”[2]. Pero en su exposición “Paisaje íntimo” realizada en 1999 en la Sala Borrón van abriéndose paso otros materiales –tinta, parafina y madera- que desplazan a los campos cromáticos abigarrados y emocionales que caracterizaron sus primeras etapas pictóricas, explorando nuevos territorios sobre los que se asentaría, definitivamente, en años posteriores.

 

En la serie “Mi país” (2000) el paisaje se definía por el empleo de la parafina que junto con tubos metálicos, mallas y estructuras con forma de escalera conformaban una particular morfología, una experiencia que cuestiona “la naturaleza formal de la pintura”[3]. Y por primera vez introduce en el espacio pequeñas figuras de hombres, mujeres, árboles y animales, empleadas en las maquetas de arquitectura, convirtiéndose en una constate en su obra, en un recurso que sirve como marca de escala pero, también, para acentuar la percepción del no-lugar, concepto “que no puede definirse ni como espacio de identidad, ni como relacional, ni como histórico”[4], por el que deambulan estos solitarios personajes. Profundizando en estas radicalidades surgen los trabajos con planchas de cera virgen que emplean los apicultores en sus colmenas, un material dúctil que le permite ensayar con unos paisajes esenciales, territorios despojados y efímeros que constituyen el corpus principal de la serie “Escenas del cine mudo” (2002). Sin embargo, años más tarde se produce un regreso a soportes tradicionales. “Mares de otro mundo” (2004) reunió una serie de piezas realizadas con una pincelada que “genera una orografía agreste sobre la que descansan las figuras, aunque casi cabría afirmar que dichas pinceladas semejan plataformas desde las que las figuras podrían precipitarse hacia el abismo”[5]. Pero estos desbordamientos pictóricos y románticos se agotarían muy pronto y la pintura termina por sucumbir en brazos de la fotografía, si bien, es cierto que, todavía, conservando evidentes grados de pictoricidad.

 

Los paisajes de la serie “Paraísos artificiales” (2008) nos sumergen en el vacío, en el blanco, un color que proyecta un espacio abstracto, un nihilismo representativo, tan sólo contaminado por las sombras y los figurantes condenados a deambular por este laberinto glacial. Son imágenes fotográficas construidas en un plató, con actores de juguete ocupando la escena y sometidos a la tensión, bajo la luz de los focos, de lo abismal e inhóspito. El artista ha realizado «una singular hibridación de lo pictórico con lo escultórico sedimentado finalmente de forma fotográfica»[6]. En este tránsito se han producido desplazamientos desde lo gestual hacia el «punctum» fotográfico «ese azar que en ella me despunta (pero que también me lastima, me punza)»[7]. Ese detalle, ese aguijonazo que nos sobrecoge, que nos conquista, puede ser, en las fotografías de Carlos Suárez, una sombra, un personaje o ese color que se incrusta en el blanco, como un fraseado cromático imposible de verbalizar y que otorga a la imagen un resto emocional.

 

Esta construcción fotográfica del paisaje sufrió profundas modificaciones tras su última estancia en el Frans Masereel Centrum (Kasterlee, Bélgica) al que había acudido en repetidas ocasiones, becado para trabajar en sus talleres en los que produce una  importante obra gráfica de indiscutibles afinidades pictóricas. “Koningsbos” es el título de una estampa realizada en el año 2005 en la que ya mostraba su interés por estas tierras situadas en los alrededores de Kasterlee. Dos años más tarde regresa al mismo lujar y aquellos parajes que habían sido sintetizados mediante técnicas de carborundo y gofrado son ahora registrados fotográficamente, pasando del comentario gráfico a la “cita de las apariencias”[8].

 

El paisaje que le interesa a Carlos Suárez es precisamente aquel  que se extingue, el paisaje agrícola, que pasa desapercibido a la mirada y subsiste en los países europeos gracias a las subvenciones y aranceles, con una producción férreamente controlada preocupada, tan sólo, de que no se produzcan excedentes que saturen al mercado y provoquen una caída de precios. Un paisaje prácticamente abandonando como consecuencia de la industrialización de la agricultura, del éxodo de  los campesinos a la ciudad y la globalización que hace innecesaria “la cercanía de un entorno agrícola”[9]a las ciudades. Pero la visión que el artista nos ofrece de estos maizales anclados en la geografía está próxima a las ruinas, pero unas ruinas alejadas de cualquier romanticismo, de cualquier imagen transformadora, y más cercanas a la tragedia, a la destrucción, con las humildes mazorcas cimbradas, amarillentas, sosteniendo  en el aire una cultura ancestral. No es, desde luego, el paisaje ideal construido por la burguesía para solazar la vista, el jardín con verdes campos, estanques y arroyos; dista mucho de cualquier atractivo estético de tan irregular y enfangado como se presenta a consecuencia de las tareas de laboreo;  y su vecindad con los bosques le hace participe de leyendas y mitos populares, una memoria muy poco noble frente a otros territorios distinguidos con ilustres batallas o convertidos en fuente de inspiración de pintores y poetas. Y sin embargo, Carlos Suárez se siente atraído por estos arrabales agrarios que al igual que los suburbios evocados por Smithson en su recorrido por Passaic “existen sin un pasado racional y sin los “grandes acontecimientos” de la historia”[10], lugares en los que nadie repara porque tienen un presente incierto y han perdido el futuro.

 

El paisaje es una imagen cultural construida a partir a partir de la experiencia y sensibilidad del observador, que “alude a una cierta estabilidad –y por ende tranquilidad- en las percepciones humanas”[11]. La premisa se hace evidente en estas fotografías en las que reconocemos los signos visuales como metáforas provenientes del pasado con las que fácilmente podemos identificarnos. La mirada capta una luz mustia, entristecida, de cielos grisáceos, que refuerza la idea de paisaje neutro, anodino, sin la presencia de personas, con tan sólo las huellas de la maquinaria dando cuentan de las labores agrícolas. Posteriormente la fotografía es tratada digitalmente, reparando aquellas pequeñas heridas que infligió el progreso, como los cables de alta tensión que cruzan los campos, suprimidos durante la manipulación para que el paisaje recobre toda su intensidad, toda su verdad porque “el arte no imita a la naturaleza, tampoco a bellezas naturales concretas, sino a lo bello natural en sí”[12].

 

A veces, cuando el artista fotografía estos campos amarillentos con la línea del horizonte alta y las mazorcas en primer plano, desafiantes, dominando la composición, se produce un efecto de inmersión, quedando el espectador atrapado en la intimidad de estos parajes. Esta sensación desaparece tras la recolección, dejando un paisaje abierto que muestra toda su profundidad, con el bosque visible en la lejanía recortándose contra el cielo. Ambas escenas tienen en común un punto de vista muy bajo que produce pretendidas irregularidades compositivas, desequilibrios que propician una experiencia del espacio diferente, una rebeldía contra la uniformidad de las imágenes.

 

Ciertamente estas fotografías poseen una intensidad emocional derivada de la nostalgia que convive con el malestar de la naturaleza que Carlos Suárez ha sabido encauzar como experiencia estética, una combinación que se aproxima a lo sublime, sentimiento que se manifiesta cuando nos movemos entre el dolor por la perdida de esos paisajes que nos están robando y el goce al respirar una profunda melancolía.

 

 



[1]Horacio Fernández relata esta anécdota recogida por Francisco de Holanda en Diálogos en Roma, Lisboa, 1984, pp.29-30, que deja patente la indiferencia de Miguel Ángel por el paisaje porque a su entender, como nos recuerda Horacio Fernández, “El arte era una aplicación racional en  la que la simetría, la proporción y la armonía debían desplegarse. Y todo eso no se podía encontrar en la naturaleza”,  Horacio Fernández, “Del paisaje reciente” en  Del paisaje reciente. De la imagen al territorio, Fundación ICO, Madrid, 2006,p. 97

[2] Javier Hontoria, “Carlos Suárez: geografía y escenario” en Carlos Suárez. Mares de otro mundo, Madrid, 2004

[3] Cabe citar a Javier Hernando  cuando se refiere en el catálogo Pintura sin pintura a algunas obras “procedentes del ámbito de los reduccionismo pictóricos de los años sesenta y de ciertas derivaciones del minimalismo, en los que los elementos constitutivos de la pintura se expanden hacia delante con tal intensidad que terminan por generar un objeto híbrido, es decir, que cuestionan la naturaleza formal de la pintura aunque sin alcanzar la condición de escultura”, “Pintura sin pintura. El concepto toma el mando” en Pintura sin pintura, Junta de Castilla y León ,Salamanca, 2002, p. 14

 [4] Marc Augé, Los no lugares, Gedisa Editorial, Barcelona, 2005, p.83

[5] Javier Hontoria, Ob. cit., 2004

[6] Fernando Castro Flórez, “La Esperanza y el vacío” en Carlos Suárez. Paraísos artificiales, Gijón, 2008, p.5

[7] Roland Barthes, La cámara lúcida, Paidós Comunicación, Barcelona 2002, p.65

[8] Si hacemos caso a Berger “Las fotografías citan las apariencias. Extraer la cita produce una discontinuidad , que se ve reflejada en la ambigüedad del significado de una fotografía”, John Berger y Jean Mohr, Otra manera de contar, Ed. Mestizo, Murcia, 1997, p. 128

[9] “En tiempos no tan lejanos, el paisaje agrícola rodeaba las ciudades y era su fundamento histórico y económico, ya que garantizaba el alimento de sus habitantes. Pero ya no parece ser necesario. La subsistencia urbana  en el tiempo de la globalidad no depende de la cercanía a un entorno agrícola”,Horacio Fernández, Ob. cit., 2006, p. 92

[10] Robert Smithson,p.20 Un recorrido por los monumentos de Passaic, Nueva Jersey, Editorial Gustavo Pili, Barcelona,2006

[11] Daniel Hiernaux, “Paisajes fugaces y geografías efímeras en la metrópolis contemporánea” en La Construcción social del paisaje, Joan Nogué (ed.), Biblioteca Nueva, Madrid, 2007, p.249

[12] Th. W. Adorno, Teoría Estética, Ed.Akal, Madrid, 2004, p.102

(Texto del catalogo de la exposición)