Los lugares de Carlos Suárez
Muy pocos artistas quedan que podamos calificar de luchadores a la manera de los primeros vanguardistas empeñados en imponer una visión del mundo que a la mayoría de la gente le parecía tan ridícula como las formas que empleaban para expresarlo. Uno de esos escasos nombres es Carlos Suárez (Avilés,1969). Su particular batalla por buscar una mirada personal, su irreverencia en el uso de los materiales, la claridad de ideas, y una, tan necesaria como extemporánea, obsesión por crear un discurso plástico, de mínima expresión y profundo contenido, acelera la idea de que nos encontramos ante una rara avis en vías de extinción. Porque frente a relatos fragmentados de escaso contenido y aún menos dicción este artista ha vuelto la mirada hacia los clásicos en su intención de elaborar una teoría que defina un espacio para vivir. Algo tan sencillo de comprender y tan difícil de concretar, que ha movido durante siglos el espíritu creativo, aunque en estos tiempos los “no-lugares”, expresión mezquina pero acertada de cuanto se nos viene encima, define el vacío que nos rodea. El paisaje ha sido suplantado por un tránsito de imágenes. Las estaciones, los aeropuertos, las mismas pantallas, sean de imágenes catódicas o de bits, son incapaces de acoger al hombre salvo esos instantes en que nos convertimos en viajeros. Carecen de memoria y propagan el alzheimer entre sus usuarios como remedio a su hortera idiosincrasia. Pues bien Carlos Suárez harto de una estética de tarde de domingo ha emprendido su particular viaje en busca del paisaje que, a él como a todos, nos han robado. Y esta es simplemente la historia de esa búsqueda y de ese recorrido. Hacia 1996, cuando se inicia este trayecto, las marinas, las campiñas y cualquier otra bucólica expresión carecía del menor interés para cualquier artista decidido a la aventura y a la exploración de nuevos territorios. Sin embargo, el expresionismo abstracto, bajo el disfraz de neo, prefijo aplicable a todo lo que se repite, mantenía una frescura emocionante. Por estos años Carlos Suárez se dedicó en obras de gran formato a descubrir la pintura en su más extensa y profunda definición. Grandes campos de color, pigmentaciones y un contacto físico y emocional con la superficie definen sus primeras incursiones en la elaboración de un paisaje que ya quería verse de otra manera. Una exposición de estas pinturas la tituló precisamente “El arte es lo que no ves”. Lo que si vio el artista fue la necesaria simplificación del barroquismo pictórico que atenazó aquellos primeros itinerarios. El camino del despojamiento fue lento. La muestra “Paisaje íntimo” expuesta en la Sala Borrón define una nueva etapa. Corría el año 1999 pero el proceso se había iniciado unos meses antes. Papel, tinta, parafina y madera son los componentes básicos de esta nueva formula que sustituye el abigarramiento por la mirada sosegada desde la ventana de casa. Ascetismo y humildad son conceptos que van madurando en el árbol, pero todavía florecen algunos frutos expresionistas. La gama de color ha sido reducida a su más mínima expresión. Mínimo junto a intimismo fueron otras dos palabras que apuntó en su particular dietario. La libreta se estaba llenando de términos que, con el tiempo, construirían unas formas personales. Cuando los verbos se pusieron en marcha edificaron un paisaje que tenía como sujeto la parafina y como predicado tubos metálicos, mallas, estructuras con forma de escalera, y figuras de hombres, mujeres, árboles, animales –objetos para decorar maquetas- que ya no lo abandonarían. La oración es simple en su construcción pero compleja en su lectura. Rompe los moldes del encasillamiento y se expande como una explosión. Para los maniáticos de las clasificaciones una obra indefinible en los límites de la pintura, la escultura, la arquitectura o la instalación. Para los que sólo buscamos el placer una oportunidad para disfrutar del vacío, del blanco, de los cortes geométricos, de la pureza y el despojamiento. A esta serie realizada en el año 2000 la llamó “Mi país” y cualquiera que contemplará estas obras se daba cuenta que Carlos Suárez había encontrado su sitio, un lugar donde vivir. Me imaginé, entonces, que en esa zona nevaría constantemente, y que tendría escaleras que ascenderían a ningún lugar y pasadizos metálicos que no llevarían a ninguna parte. Un vicio para los que nos gusta la inutilidad y el blanco como percepción. El último viaje hasta ahora emprendido comienza en el 2001. Una fecha mítica para cualquier odisea. Sin abandonar muchas de las premisas y razones de “su pais” decidió convertirse en explorador de nuevos parajes. Como casi todos los grandes aventureros el azar juega a su favor. Descubre, muy cerca de donde trabaja, la planchas de cera virgen que emplean los apicultores en sus colmenas. Este nuevo material tiene olor y textura y su ductilidad lo convierten en idóneo para ensayar nuevas formas paisajísticas. Desde aquel momento su vida se reparte entre las cumbres de la parafina y el tórrido color de las planchas de cera. Esta muestra recorre por diferentes piezas la estancia de Carlos Suárez en este nuevo reino inventado y, como sugería Ramón Rodríguez en un texto alusivo al artista, lo que capta y revela bajo la expresión más pura que considera en cada momento. Dos palabras me vienen a la mente al contemplar estas obras. El nombre de un creador fundamental para el siglo XX, Joseph Beuys, y el de una población del occidente asturiano, Taramundi. Entre ambos un artista dispuesto a renovar constantemente su elocución, empeñado en establecer una manera de contar que lo aleje de lo epilogal y trillado. La visita de Beuys no es casual y posiblemente Carlos Suárez ni se haya dado cuenta de su presencia. Es un espíritu burlón e irreductible y humilde en todas su manifestaciones. Pero los paneles de cera, las abejas y conceptos como lo maleable en oposición a lo rígido, lo vulnerable contrapuesto a la dureza o lo vital frente a lo sintético le deben mucho a los trabajos del artista alemán. Y Taramundi fue la zona de aprovisionamiento del material. Todos sabemos que antes de perderse en la soledad de las grandes extensiones, los aventureros intrépidos recalaban en tiendas situadas en tierra de nadie, en el límite de la civilización. Nos lo mostró el cine en innumerables ocasiones. Taramundi conserva ese aire de pueblo en el vértice. El paisaje es asfixiante y la naturaleza arrebata todo el protagonismo a una superficie difícil de precisar en su límites. El esfuerzo de síntesis es mayor si se tiene en cuenta la visión a que esta acostumbrado el artista, pero los paisajes de Carlos Suárez no remiten a ese espacio aunque lo contengan, sino que se extienden en el tiempo despojándose, huyendo hacia lo esencial. Queda la figura humana sóla, abandonada al arbitrio de una extensión que se modula y se ondula a modo de recovecos, de trampas, exhibiendo una metafísica de la nada. El artista se encierra en sí mismo y comienza a prescindir de los elementos sobrantes. Una idea trágica recorre estos parajes que se miran en el vacío y traen los ecos de nuestra modernidad. Lo físico es la materialización de un proceso intelectual más que el resultado de una delicada operación compositiva. La creación, por tanto, se resuelve en lo mínimo. Una sugerencia, la textura, un doblez, un trazo, una línea resultan más evocadores que muchas pinceladas. Algo que cuesta mucho aprender y, sin embargo, es la esencia de cualquier imagen con vocación de hablarnos. Otra característica: lo efímero. La planchas de cera se disuelven con el calor y su débil estructura se quiebra fácilmente. Todo el trabajo se sustenta sobre lo perecedero y remite a ese paisaje cambiante e inhóspito que nos mueven continuamente bajo los pies. Lo perpetuo es un adjetivo desterrado de nuestro actual vocabulario, aunque nunca se vivió con tanto afán entomólogo y coleccionista, nunca se percibió una cultura tan fetichista, con tanto deseo de eternidad. Sin embargo los materiales empleados por Carlos Suárez expelen el olor de las “vanitas”, lo breve y fugaz de nuestra condición. Pero la aventura supera cualquier código reflexivo. Se impone obstinadamente y exige simplemente vivirla. Por eso voy a dejar que las palabras se diviertan, que disfruten con cada una de estas piezas que son imágenes que atesoran contenidos. El descubrimiento de esos tesoros es el motivo de los siguientes pasos. Hay abundantes elementos que nos pueden servir para proseguir el camino. A un soporte común como los paneles de cera virgen ya mencionados cabe añadir las figuras y objetos de maqueta que ya se encontraban presentes en la serie anterior –Mi Pais– y que aquí siguen desempeñando un papel referencial, una escala de lo humano. Pero ¿ qué significan las estructuras metálicas, bien sean vallas, escaleras o composiciones cuadrangulares que imponen su presencia con impostura y desfachatez? Los límites, las aspiraciones inconclusas, las heridas, la intolerancia, las rupturas, las incisiones en el espacio, la dureza frente a la fragilidad de la superficie. Podría seguir, pero todo lector inteligente realiza esfuerzos de comprensión que lo llevan más allá de la aportación del autor. Diseccionar la obra artística es despojarla de todo misterio, de toda poética. No es esa mi intención. Pero si quiero apuntar algo que ya se perfilaba en los anteriores trabajos de Carlos Suárez, y ya mencionado anteriormente, la desaparición de los límites impuestos entre pintura, dibujo, escultura e instalación y que tiene en esta muestra su más claro reflejo. Incluso algunas piezas se internan en el campo de la arquitectura. La manejabilidad de las planchas de cera permite la creación de angulares, la delimitación de un espacio en el que se sitúan los personajes que quedan reducidos a meros figurantes frente a la monumentalidad de la construcción, o se elevan sobre columnas desde donde otear los registros de la incomunicación. Luego esta el color. Jhon Berger se pregunta en un texto ¿es la miel el equivalente vivo del oro? Este metal y el color dorado han significado, en la mayoría de las culturas, la eternidad, la temperatura de lo humano, es uno de los colores más calientes, abrasa su roce. Pues bien Carlos Suárez lo opone al gris acerado de las estructura metálicas, al rojo, amarillo o azul de los personajes y recorre con austeridad cromática el transito entre el paisaje y el espectador. Las referencias no se explicitan pero se reconocen, lo frugal se entremezcla con el sentimiento de lo imperecedero, los tonos del deseo se imponen sobre lo artificial. Hemos llegado al final. En el cuaderno de Carlos Suárez empiezan a aparecer otras palabras. Zinc, reflejos, parafina –un material que se resiste a abandonar la historia-, contrastes, paisajes y la confirmación de que nos encontramos ante uno de los más interesantes creadores asturianos. Por ello, atentos a la imagen. El relato continuará. |