La esperanza y el vacío. [Consideraciones mínimas sobre la obra de Carlos Suárez]

Acaso la tarea del creador sea la de intensificar el carácter enigmático del mundo[1], poblarlo de sombras y sueños, extraordinarias apariencias y desconcertantes simulacros. Eso no excluye, como demuestra la obra de Carlos Suárez, una gran claridad, esto es, “una mínima expresión y profundo contenido”[2]. Este artista que comenzó con lo pintura expresionista[3] y que, a pesar de todo, sigue encontrando en el espacio del cuadro o, mejor, en la materia del mismo rasgos de fertilidad, ha realizado una singular hibridación de lo pictórico con lo escultórico sedimentado finalmente de forma fotográfica. Sus espacios de parafina o cera, con estructuras metálicas (vallas o escaleras) en los que habitan pequeñas figuritas alegorizan nuestras vidas. En estas “instalaciones” es manifiesta la tonalidad irónica con la que se planta la diferencia de escalas[4]. La “miniaturización” de Carlos Suárez va contra la pretenciosidad urbanizante contemporánea, contra esa grandilocuencia que impone un paradigma egipcio-monumental incapaz, en todos los sentidos, de dialogar con lo que sucede allí[5]. Conviene tener presente que la grandilocuencia, como Clement Rosset advirtiera, está sostenida, más que por el exceso por la abreviación (un recrearse en la contención o en la condensación), una reducción del modelo a una imagen en un sometimiento que propiamente hace que la vida de lo real se extinga: “lo propio de la reducción grandilocuente es la reducción en los sentidos del término: de disminuir y de suprimir. El paso del modelo a la miniaturización se acompaña así de un hurto del modelo que desaparece en beneficio de su representación”[6]. Sin embargo, no encontramos en la obra de Carlos Suárez la mencionada grandilocuencia, antes al contrario hay un tono irónico que, lejos del nihilismo o de la sublimación, nos presenta una alegoría del estado del mundo.

Carlos Suárez compone sus escenas con una lúcida conciencia de simulación, sin que eso suponga, a la manera de las tematizaciones de Baudrillard, un partir del signo como reversión y eliminación de toda referencia, esto es, una llegado a un momento en el cual la imagen ya no tiene nada que ver con ningún tipo de realidad, es ya su propio y puro simulacro. Sin embargo, también es posible, como sucede en este caso, una simulación que tome lo real como el punto de la extrema disolución, al mismo tiempo que como un fondo, un horizonte en el que se ajustan las interpretaciones. La obsesión de este artista es encontrar un espacio (simbólico) en el que vivir, desde la conciencia de que estamos abocados al no-mans-land, a esa tierra de nadie en la que el reconocimiento subjetivo es prácticamente imposible. La vivencia contemporánea es, por emplear términos caracterizados por Marc Augé, la del no lugar a partir del cual se establecen distintas actitudes individuales: la huida, el miedo, la intensidad de la experiencia o la rebelión. La historia transformada en espectáculo arroja al olvido todo lo “urgente”. Es como si el espacio estuviera atrapado por el tiempo, como si no hubiera otra historia que las noticias del día o de la víspera, como si cada historia individual agotara sus motivos, sus palabras y sus imágenes en el stock inagotable de una inacabable historia en el presente. El pasajero de los no lugares hace la experiencia simultánea del presente perpetuo y del encuentro de sí[7]. En los no-lugares domina lo artificioso y la banalidad de la ilusión. Esa publicidad que está por todas partes ha llegado al agotamiento de sus estrategias; en cierta medida los no lugares sirven, ahora en un singular detournement, para que los sueños se proyecten y ahí, por donde únicamente transitamos a toda velocidad o, mejor, donde no queremos estar, podría desarrollarse una nueva forma de la flanerie. La cera que Carlos Suárez emplea en algunas de sus piezas nos recuerda que vivimos, literalmente, en una incómoda colmena. Los pequeños personajes habrían escapado, aparentemente, de ese lugar de la labor incesante y, sin embargo, se habrían quedado estupefactos, desbordados por una suerte de sublimidad matemática (la visión de un desierto que carece de límites).

Frente al sin-sentido de los no-lugares, Carlos Suárez  quiere componer un paisaje, dar cuerpo a una espacialidad que se ha puesto en relación con lo oriental[8]. El proceso de despojamiento de este artista le lleva casi al vacío. Ese vacío, cercado plástica y meditativamente por el creador, es una potencialidad o, mejor, la posibilidad de la presencia. Heidegger señaló en El arte y el espacio que el vacío no es nada, ni siquiera una falta, al contrario, es aquel juego en el que se fundan los lugares: “el espacio aporta lo libre, lo abierto para establecerse y un morar del hombre”[9]. Hay una liberación de los lugares, una puesta en obra de la verdad que es, propiamente, un espaciamiento. En distintos artistas abstractos aparece la idea de que es preciso llegar a la energía primera de la que surgen las formas, la ausencia como una clase de narración, recordando el sentimiento místico del vacío (tan importante en el pensamiento y las religiones orientales), en el que se hace positiva la experiencia de la soledad: momentos en los que se puede percibir el eco, la emergencia de la energía y las imágenes. También algunos científicos, como David Bohm, han señalado que el espacio que creemos vacío es un inmenso mar de energías. El destino hermético de la estética contemporánea está unido, necesariamente, a la encrucijada del nihilismo; Jünger señaló que la dificultad de definir el nihilismo estriba en que es imposible que el espíritu pueda alcanzar una representación de la Nada, aunque sabemos de él que supone una reducción absoluta, el movimiento hacia el punto cero: “el cruce de la línea, el paso al punto cero divide el espectáculo; indica el medio, pero no el final”[10]. Con todo, Carlos Suárez no se precipita en la nada sino que, cuando apenas queda cosa alguna, introduce la presencia humana por medio de esas pequeñas figuras, nos obliga a proyectarnos ahí.

            La serie Paraísos artificiales que Carlos Suárez presenta en la galería Vértice es una vuelta de tuerca más en su iconografía del límite de la subjetividad. Las construcción pictórico-objetuales o las micro-instalaciones han queda sedimentadas como fotografías. Toda esa aparición de personajes en medio de la parafina o la cera es ahora una singular escenografía aplanada por la cámara que le sirve al artista como un poderoso instrumento de reflexión. Tenemos claro que si bien la fotografía reproduce el mundo, sólo lo hace por fragmentos. Stanley Cavell sitúa sin problemas la esencia de la imagen fotográfica en la necesidad del recorte: “Lo que ocurre en una fotografía es que se trata de un objeto acabado. Una fotografía no se recorta obligatoria con unas tijeras o con un ocultador, sino con el mismo aparato. […] El aparato, como objeto acabado, recorta una parte de un campo infinitamente mayor. […] Tras recortar la fotografía, el resto del mundo queda eliminado por medio de ese recorte. La presencia implícita del resto del mundo y su expulsión explícita son aspectos tan fundamentales de la práctica fotográfica como lo que se muestra de manera explícita”[11]. Y, efectivamente, Carlos Suárez está localizando en otro espacio sus obsesiones, recortadas o punctualizadas por medio de la fotografía que, al mismo tiempo, desmaterializa la espacialidad precedente e intensifica la deriva poética de la escenificación. Tenemos subrayar que la descripción, en el contexto contemporáneo, supone copiar lo ya copiado, una travesía entre los simulacros y la vertiginosa expansión de una cartografía fotográfica del mundo. Craig Owens señaló que el impulso deconstructivo es característico del arte postmoderno en general y que debe distinguirse de la tendencia autocrítica del modernismo; la teoría modernista presupone que la mímesis, la adecuación de una imagen a un referente, puede ponerse entre paréntesis o suspenderse, y que el objeto de arte en sí puede ser sustituido (metafóricamente) por su referente. El postmodernismo ni pone entre paréntesis ni suspende el referente sino que trabaja para problematizar la actividad de la referencia[12], para teatralizar, como hace Carlos Suárez en sus fotografías, la representación. Aquella “miniaturización” precedente da paso a un protagonismo mayor de la figura, colocada en espacios geométricos de una blancura inquietante.

A la manera de Liliana Porter, Baltazar Torres o, más lejanamente, de los Chapman Brothers, Carlos Suárez emplea figuritas que remiten a la infancia pero también a la sensación de implicación subjetiva en el espacio de la maqueta arquitectónica, esto es, a la marca de escala[13]. Laplanche y Pontalis observaron que la fantasía no es el objeto del deseo, sino su encuadre. En la fantasía el sujeto no busca el objeto ni su signo: aparece él mismo capturado por la secuencia de imágenes. El punctum es un suplemento, es lo que la mirada añade a toda fotografía, una especie de sutil más-allá-del-campo, como si la imagen lanzase al deseo atravesando la barrera de lo que muestra: “lo fotografía ha encontrado el buen momento, el kairós del deseo”[14]. Carlos Suárez focaliza la atención sobre las figuras, obliga a la mirada a experimentar una cercanía. Ese figuritas funciona, no cabe duda, teatralmente, entregando al espectador una serie de gestos detenidos. Si, por un lado, los gestos expresan y articulan aquello que representan simbólicamente, también es cierto que forman parte de un movimiento indicador, son un esbozo primordial de la significancia[15]. Es importante tomar en consideración que la característica del gesto es que por medio de él no se produce instrumentalmente, ni se actúa, sino que, en cierto sentido, se asume y se soporta: “Es decir, el gesto abre la esfera del ethos como esfera propia por excelencia de lo humano. ¿Pero de qué modo es asumida y soportada una acción?¿De qué modo una res pasa a ser res gesta, un simple hecho se convierte en un acontecimiento?”[16]. El gesto rompe la alternativa entre medios y fines, presentando, propiamente, los medios como tales. Podemos añadir que los gestos guardan relaciones analógicas con el gag, algo que impide la palabra o, en otros términos, un mostrarse de lo que no puede ser dicho: un traspiés, un lapsus, un vacío de memoria. ¿Qué gestos hacen los personajes de Carlos Suárez? En realidad, ninguno. Están únicamente ahí, pegados al lienzo, colocados en al pie de una escalera en un territorio de cera, asentados en una geometría de ángulos rotundos en las fotografías. Parece que esperan algo a la manera de los personajes de Godot, aunque sin ansiedad ni miedo. Su contemplación es verdaderamente una forma de la parálisis.

Las composiciones de esta creador tienen analogías con el género de la naturaleza muerta. Si lo inmóvil es el instante (el tiempo de la representación de la pintura), el caso ejemplar de esta paradoja será la naturaleza muerta que arrastra el devenir hasta el punto cero y muestra el sentido inexorable del paso del tiempo y la vanidad de los placer mundanos; esto constituye una nueva paradoja: “para representar el paso del tiempo (tiempo representado) es necesario bloquear el tiempo de la representación”[17]. Las “naturalezas muertas” de Carlos Suárez tienen, por supuesto, mucho de tableau vivant: no se trata sólo de objetos inmóviles sino de cosas que se han parado en un instante. En cierta medida estas vanitas[18] transmiten algo diferente de la melancolía; el estado aparentemente “reflexivo” de las figuras puede ser una manifestación del vacío total. Se trata de sujetos de la nada, situados entre abismos, contemplando el finis terrae, a la manera del monje de Friedrich[19]. En las fotografías recientes de Carlos Suárez la naturaleza trágica del romanticismo da paso a una quietud glaciar; las figuras aparecen en escenarios angulares de parafina, con una acentuación de la sombra. Carl Jung consideraba que los arquetipos que con mayor frecuencia e intensidad influyen sobre el yo son la sombra, el anima y el animus: “la figura más accesible a la experiencia es la sombra, cuya índole puede inferirse en gran medida de los contenidos del inconsciente personal”[20]. Si, por un lado, es expresión de lo negativo, también en esas obsesiones que recoge la sombra se encuentra una potencia, adquiere la forma de la emoción que no es una actividad sino un suceso que a uno le sobreviene. La sombra es, en esta clave, una proyección emocional que parece situada sin lugar a duda en el otro. El resultado de la proyección es un aislamiento del sujeto respecto del entorno, en cuanto se establece con este una relación no real sino ilusoria. Por medio de la sombra se encarna precisamente una realidad, un rostro desconocido, cuya esencial permanece inalcanzable.

Nuestra imaginación está habituada, no cabe duda, a la distopía crítica, habitamos, anticipadamente, el desastre metropolitano[21]; estamos tan abotargados que ni siquiera tememos al Diluvio[22]. Acaso la esperanza, si tal palabra no suena ya anacrónica, comience a dibujarse, con timidez, de una forma poéticamente leve, en las visiones fotográficas de Carlos Suárez que muestran nuestra naturaleza inhóspita: tenemos que volver a la escena primordial, afrontar el descamino[23], estar abiertos a lo diferente, sólo así podremos liberarnos, catárticamente, de un tiempo desquiciado. Hay que afrontar el completo extrañamiento del mundo. Este lúcido artista representa, con una economía de medios extraordinaria, la soledad del hombre, sin caer en un ironismo autocomplaciente o en una retorización pseudo-filosófica. Su poética del límite[24] contiene la promesa de que es posible encontrar algo de magia en lo cotidiano[25]. “Carlos Suárez harto de una estética de domingo ha emprendido su viaje en busca del paisaje que, a él como a todos, nos han robado. Y esta es simplemente la historia de esa búsqueda y de ese recorrido”[26]. Si este creador asturiano tituló una de sus exposiciones de pinturas expresionistas “El arte es lo que no ves” podríamos pensar que las fotografías que ha realizado nos enseñan a seguir demandando más sentido allí donde tan sólo contemplábamos un resto desconcertante. Lo colosal excluye el parergon, algo extraordinario (o catastrófico) que no se deja bordear, algo que si llega a lo sublime es trastornando lo natural[27]. El buen Dios, decían los místicos y luego Mies van der Rohe, anida en los detalles. No es que menos sea más, lo crucial es que podemos mostrar aquello que no se puede decir, a la manera wittgensteiniana, siempre que mantengamos abierto un resquicio a la poesía.



[1] “El mundo nos ha sido dado como enigmático e ininteligible, y la tarea del pensamiento es hacerlo, si es posible, más enigmatico e ininteligible” (Jean Baudrillard: “Shadowing the world” en El intercambio imposible, Ed. Cátedra, Madrid, 2000, p. 152).

[2] Jaime Luis Martín: “Los lugares de Carlos Suárez” en Carlos Suárez. Escenas de cine mudo, CajAstur, Mieres, 2002, p. 7.

[3] “Grandes campos de color, pigmentaciones y un contacto físico y emocional con la superficie definen sus primeras incursiones en la elaboración de un paisaje que ya quería verse de otra manera” (Jaime Luis Martín: “Los lugares de Carlos Suárez” en Carlos Suárez. Escenas de cine mudo, CajAstur, Mieres, 2002, p. 8).

[4] Conviene recordar las consideraciones que sobre la escala en la arquitectura (incluyendo la cuestión del debate con la filosofía) ha realizado Jacques Derrida, en torno a la obra de Eisenman: “En los que concierne a Eiseman, aprendí a ver su trabajo de liberar a la arquitectura de su valor de presencia, de su valor de origen; él opera en lo que denomina el “scaling” –un romper la escala-, intentando liberar a la arquitectura de la escala humana, así como de la referencia antropocéntrica, de cierto humanismo, variando ese “scaling”. En el mismo conjunto arquitectónico, modifica las escalas, y ano existe una sola escala, y el hombre no es la medida de esa estructura arquitectónica” (Jacques Derrida: “Cambios de escala” en No escribo sin luz artificial, Ed. Cuatro, Valladolid, 1999, p. 144).

[5] Un ejemplo tremendo de esa banalidad megalómana de la arquitectura contemporánea es el proyecto, finalmente abortado, de las “Torres” que Calatrava había planificado para Oviedo, un despropósito que imponía a una ciudad con un monumentalidad histórica un horror geométrico carente de cualquier sentido.

[6] Clement Rosset: “La escritura grandilocuente” en Cuaderno gris, n° 6, Universidad Autónoma de Madrid, Julio-Octubre 1992, p. 14.

[7] Cfr. Marc Augé: Los “no lugares”. Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad, Ed. Gedisa, Barcelona, 1993. Jaime Luis Martín remite a los no-lugares para dar cuenta de ese vacío que se nos viene encima que tanta importancia tiene en la obra de Carlos Suárez, cfr. “Los lugares de Carlos Suárez” en Carlos Suárez. Escenas de cine mudo, CajAstur, Mieres, 2002, p. 7.

[8] “En numerosas ocasiones se ha hablado de la influencia de lo oriental en la obra de Carlos Suárez, el misticismo que impregna muchos de sus trabajos, del silencio y del vacío que respiran sus pinturas y proyectos. Y su país no es ajeno a tales conceptos. La pureza de la parafina, la escalera como símbolo de ascensión y perfeccionamiento, el despojamiento, la sencillez y minimalismo de sus propuestas, la delicadeza de sus paisajes, remiten a concepciones cercanas a la filosofía zen” (Jaime Luis Martín: “El país imaginario de Carlos Suárez” en Carlos Suárez. Mi país, Centro de Cultura Antiguo Instituto, Gijón, 2000).

[9] Martin Heidegger: “El arte y el espacio” incluido en Husserl, Heidegger y Chillida, Universidad del País Vasco, 1992, p. 55.

[10] Ernst Jünger: “Sobre la línea” en Ernst Jünger y Martin Heidegger: Acerca del nihilismo, Ed. Paidós, Barcelona, 1994, p. 45.

[11] Stanley Cavell: The World Viewed, Viking Press, Nueva York, 1971.

[12] Cfr. Craig Owens: “The Allegorical Impulse: Toward a Theory of Postmodernism” en Beyond Recognition. Representation, Power, and Culture, California University Press, Berkeley, 1992, pp. 52-87. “Si el arte posmoderno es referencial, lo cierto es que sólo hace referencia “a la problematización de la actividad de la referencia”. Por ejemplo, puede “robar” tipos e imágenes para desarrollar una “apropiación” de cariz crítico –tanto respecto a una cultura en la que las imágenes don mercancías, como a una práctica estética que permanece (nostálgicamente) apegada a un arte de la originalidad” (Hal Foster: “Asunto: Post” en Arte después de la modernidad. Nuevos planteamientos en torno a la representación, Ed. Akal, Madrid, 2001, p. 197).

[13] “Carlos Suárez utiliza también pequeños muñecos de los que se usan para las maquetas en los estudios de arquitectura pero su obra no versa sobre la arquitectura y sí sobre una concepción más amplia, más abstracta del espacio” (Javier Hontoria: “Carlos Suárez: geografía y escenario” en Carlos Suárez. Mares de otro mundo, Galería Almirante, Madrid, 2004).

[14] Cfr. Roland Barthes: La cámara lúcida, Ed. Paidós, Barcelona, 1990, p. 111.

[15] “El gesto indicativo, o el gesto a secas, parece ser un esbozo primordial de la significancia sin ser una significación. Sin lugar a dudas, la propiedad de la praxis gestual de ser el espacio mismo en el que germina la significancia es lo que convierte al gesto en el terreno privilegiado de la religión, de la danza sagrada, del rito” (Julia Kristeva: El lenguaje, ese desconocido. Introducción a la lingüística, Ed. Fundamentos, Madrid, 1999, p. 309).

[16] Giorgio Agamben: “Notas sobre el gesto” en Medios sin fin. Notas sobre la política, Ed. Pre-textos, Valencia, 2000, p. 53.

[17] Omar Calabrese: Cómo se lee una obra de arte, Ed. Cátedra, Madrid, 1993, p. 21.

[18] “[…] los materiales empleados por Carlos Suárez expelen el olor de la “vanitas”, lo breve y fugaz de nuestra condición” (Jaime Luis Martín: “Los lugares de Carlos Suárez” en Carlos Suárez. Escenas de cine mudo, CajAstur, Mieres, 2002, p. 9).

[19] “Carlos Suárez dispone estructuras horizontales que enlazan directamente con la noción romántica del paisaje. No hay duda de que estas nuevas piezas son deudoras del “Monje junto al mar” obra de Caspar David Friedrich pintada en 1810, una de las obras más características, si no la más del Romanticismo alemán” (Javier Hontoria: “Carlos Suárez: geografía y escenario” en Carlos Suárez. Mares de otro mundo, Galería Almirante, Madrid, 2004).

[20] Carl G. Jung: Aion. Contribución a los simbolismos del si-mismo, Ed. Paidós, Barcelona, 1989, p. 22.

[21] “Parece que la alternativa reza así: o “somos incapaces de imaginar el futuro” (Jameson) o lo único que hay es “la imaginación del desastre” (Sontag). En realidad puede sintetizarse en lo que Bruce Franklin acertadamente resumió: “El único futuro que parece imaginable en Hollywood es un futuro mejor”. Hasta el extremo de que las ciudades del futuro en las distopías no reflejan ya el futuro de la humanidad sino sus últimos días. Son ciudades del “día después” de aquellos holocaustos nucleares que han hecho la Tierra inhabitable. Por ello se aconseja a los supervivientes que emigren al espacio exterior. Porque la Tierra entera es una ciudad sin futuro y el hombre está al final de su historia. De las metrópolis de los comienzos a finales del siglo XX hay un abismo. No se trata sólo de subrayar las semejanzas arquitectónicas y hasta cierto punto ver las segundas como el proceso de la ruina de las primeras. El enfoque es distinto: más que el camino de la perfección a la ruina de la perfección, se trata ahora de las “ruinas en inversión” de que hablaba Smithson, es decir, que las ciudades que se levantan de la ruina misma. De ahí esa “estética del reciclaje” que presentan, están hechas con remiendos de todos los estilos, materiales y humanos” (José Luis Molinuevo: “La orientación estética” en Simón Marchán Fiz (comp..): Real/Virtual en la estética y la teoría de las artes, Ed. Paidós, Barcelona, 2006, p. 96).

[22] “Una sociedad solo le teme a una cosa: al diluvio. No le teme al vacío. No le teme a la penuria ni a la escasez. Sobre ella, sobre su cuerpo social, algo chorrea y no sabe qué es, no está codificado y aparece como no codificable en relación con esa sociedad. Algo que chorrea y arrastra esa sociedad a una especie de desterritorialización, algo que derrite la tierra sobre la que se instala. Este es el drama. Encontramos algo que se derrumba y no sabemos qué es. No responde a ningún código, sino que huye por debajo de ellos” (Gilles Deleuze: Derrames. Entre el capitalismo y la esquizofrenia, Ed. Cactus, Buenos Aires, 2005, p. 20).

[23] “Lo que Heidegger, en sus reflexiones de tono gnóstico, ha llamado el descamino –nuestra inevitable agitación en el paisaje de la existencia escaso de señales viales- se refiere, en especial, a la incorporación insegura de la afirmación y la negación en el camino del venir-al-mundo. ¿Es que no es el hombre el animal que no puede vivir con la verdad, pero tampoco sin ella?” (Peter Sloterdijk: Extrañamiento del mundo, Ed. Pre-textos, Valencia, 2001, p. 85).

[24] “Pero ¿qué significan las estructuras metálicas, bien sean vallas, escaleras o composiciones cuadrangulares que imponen su presencia con impostura y desfachatez? Los límites, las aspiraciones inconclusas, las heridas, la intolerancia, las rupturas, las incisiones en el espacio, la dureza frente a la fragilidad de la superficie” (Jaime Luis Martín: “Los lugares de Carlos Suárez” en Carlos Suárez. Escenas de cine mudo, CajAstur, Mieres, 2002, p. 9).

[25] “La verdadera magia es la ilusión de que existe algo llamado verdadera magia” (Adam Phillips: La caja de Houdini. Sobre el arte de la fuga, Ed. Anagrama, Barcelona, 2003, p. 151).

[26] Jaime Luis Martín: “Los lugares de Carlos Suárez” en Carlos Suárez. Escenas de cine mudo, CajAstur, Mieres, 2002, p. 7.

[27] “Lo colosal parece pertenecer a la presentación de la naturaleza bruta, ruda, cruda. Pero se sabe que lo sublime solo recoge sus presentaciones de la naturaleza. Si lo sublime colosal no les compete ni al arte ni a la cultura, sin embargo no tiene nada de natural. La talla de lo colosal no es ni cultura ni naturaleza, pero a la vez es una y otra. Lo sublime de lo colosal constituye tal vez, entre lo presentable y lo impresentable, tanto el pasaje como la irreductibilidad de una a la otra. Talla, reborde, bordes de corte, lo que pasa y sucede, sin pasar, de una a la otra” (Jacques Derrida: La verdad en pintura, Ed. Paidós, Buenos Aires, 2001, p. 151).

Texto del catálogo de la exposición.